Hay por esos mundos bastantes obras de arte sin oficio ni beneficio ni nadie que les eche un vistazo, sobreviviendo malamente a la intemperie y en estado de indigencia severa. Hay un arte sin techo; «homeless» puro y duro, o que, con algo de suerte, malvive de caridad en algún chamizo. Me temo que a ese arte también se le puede vaticinar, con casi ningún margen de error, aquello de “no vas a tener una casa en la puta vida” que sirvió de bandera en su momento a la generación “millennial”. Entiendo que, por consiguiente, hay también un arte okupa, pero esa es otra historia.
Y luego hay un arte que sí, que vive a cubierto de la desidia de los elementos, recogido, caliente y bajo techado en un pisito de obra mala del extrarradio, en un pisazo de finca regia en el centro o en un dúplex con jacuzzi y solárium por la zona alta, que de todo hay. Este arte recibe siempre en casa y es de todo punto imposible encontrárselo por la calle. Entre gente muy dada a visitar con reiteración colecciones estables y museos con obra residente que vive allí de continuo, puede darse el caso de que, con el tiempo, lleguen a fundir obra y entorno en un nódulo afectivo indisoluble y exclusivo hasta el extremo de que les resulte perturbador ver esas obras fuera de su marco habitual.
Un Whistler se ve con deleite en cualquier sitio, pero a quien siempre lo ha paladeado sobre la pared azul con rodapié palo de rosa de su domicilio habitual, se le hace un mundo encontrárselo sobre el muro blanco, desangelado y sin gracia de algún museo de acogida temporal.
Traigo lo anterior a colación porque eso exactamente es lo que me ocurrió hace unos días al visitar la exposición Los caminos de la abstracción, en la sala de La Pedrera hasta el próximo 15 de enero. Y es que una buena parte de la setentena de obras que se exponen proceden del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, institución a la que uno se precia de haber vuelto bastantes veces desde que, hacia 1978 o por ahí, la visitara por vez primera. Uno tiene miradas y remiradas allí obras inmarcesibles en un marco museístico tan peculiar e irrepetible, que por fuerza me vi perturbado al encontrármelas de sopetón en un entorno extraño. Digo de sopetón porque lo cierto es que no sabía que se trataba de esas obras específicas. Entre que el cartel de la exposición es una obra de Rothko, y que hasta que no me personé en la sala no supe que el subtítulo de la muestra es “Diálogos con el Museo de Arte Abastracto Español de Cuenca”, yo creía que iba a ver obras de Chillida, Saura, Feito, Zobel, Canogar, Tàpies, Millares y tutti quanti integraron la legendaria escuadra de la abstracción española durante aquellos años puestas en diálogo con las de autores foráneos de la misma época, pero ni por asomo podía suponer que se trataba de una parte del fondo del museo conquense reubicado para la ocasión en La Pedrera.
Un Millares se ve con deleite en cualquier sitio, pero a quien siempre ha paladeado su Sarcófago para Felipe II puesto sobre una escueta pared que le queda como un guante y bajo una tracería de vigas de oscura madera vista, se le cae el alma al suelo cuando lo ve sobre la pared de Pladur aséptica y desangelada que le han asignado en la exposición de La Pedrera. Y lo que ocurre con Millares se repite con Toledo de Canogar, Brigitte Bardot de Saura, Canto alto IV de Chillida, Gran equis de Tàpies y Jardín seco de Zóbel. La obras son las de siempre y poseen el empaque y la contundencia que les es propia. Es a mí a quien se me hizo un mundo ver aquello, a quien se le cayó el alma al suelo.
Llegados a este punto, se hace necesario recapitular y comenzar desde el principio. Es el momento de revelar aquí que soy de Cuenca y viví allí hasta los diez años. De Cuenca pero no conquense devoto o convencido sino más bien algo esquinado, tibio y porque no queda otra. No obstante, vuelvo por allí con alguna asiduidad y siempre visito su Museo de Arte Abstracto Español. Lo pisé por primera vez en el verano de 1978 y he reincidido unas cuantas veces con posterioridad. Es un museo con el que tengo cierta familiaridad, pero de ninguna de las maneras podría siquiera insinuar que lo conozco en profundidad, ni mucho menos que sea especialista, entendido ni nada por el estilo. Las primeras visitas las hice antes de cumplir los veinte años, edad en la que todavía era un pipiolo bastante impresionable. El museo me impactó hasta el punto que establecí de inmediato con él un vínculo afectivo que dura todavía. Era la época en que, sin ser ningún feligrés de esas iglesias, reconozco que el informalismo, la pintura matérica, la abstracción lírica, la pintura de acción y demás tendencias foráneas, agotadas ya a esas alturas, me gustaban. Pasado el umbral de la veintena fui atemperando mi ingenuidad, comencé a impresionarme solo lo justo y a reconsiderar, casi siempre a la baja, a los artistas de esas tendencias y también a los de la Escuela de Cuenca, o sea los Saura, Feito, Canogar, Torner, Rueda et alii, cuya obra de entonces —principios de los ochenta— me interesaba bastante menos. Lo que me sigue gustando de esos autores es la obra de sus años conquenses, su producción liminar en el campo de la abstracción. Lo que vino después ya es otro cantar.
Además de mostrar los frutos de la escuela abstracta española en su punto de frescura y cuando los artistas, por fortuna aún desconocidos, todavía estaban saludablemente magros —tiempo habría para que comenzaran a ponerse fondones y pontificar—, lo verdaderamente valioso y ejemplar del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca es que su primer fondo, el núcleo duro de la colección, estaba compuesto por obras de gran calidad elegidas con un estricto criterio regido por el gusto, el refinamiento y la sensibilidad de una sola persona. Nada de compras gestionadas por patronatos, movidas por intereses localistas o abducidas por los cantos de sirena de lo que está de moda. No. Una sola persona comprando con su dinero y, en principio, para su exclusivo deleite. Esa persona, mejor dicho: ese ángel que puso en el mapa internacional del arte último a una ciudad modorra y cateta como era Cuenca, tenía nombre terrenal: Fernando Zóbel.
Hacia 1962 o por ahí, Zóbel se pateó unas cuantas veces las costanillas y las callejas en pendiente del viejo Toledo. Poco importa si llevaba el preceptivo dosier o iba con lo puesto y la cabeza llena con el argumentario o lo que tuviera que decir. La cosa es que lo que se llevaba entre manos era una empresa algo descabellada que ha pasado a la posteridad como “proyecto Toledo”. A Zóbel le parecía que esa ciudad era la plaza ideal donde ubicar la colección de arte abstracto que estaba reuniendo. Por aquellos años, Zóbel estaba inmerso en una actividad desaforada que combinaba el trabajo de campo y la acción directa del mecenazgo aquí y ahora. Descubría talentos emergentes, visitaba estudios, buhardillas de artistas del hambre y altillos atestados de refinadísima cochambre. Y la compraba. A la mayoría de los artistas de la “escuela de Cuenca” fue Zóbel quien les compró su primera obra. No se habían estrenado ni tenían noción ninguna del subidón que da cerrar una venta; incluso puede que a alguno de ellos ni se le hubiese pasado por la cabeza que aquello se pudiese vender. Hasta que apareció Zóbel.
El pintor Bonifacio Alfonso contaba una anécdota que ilustra cómo eran las cosas con Zóbel a ese respecto. Alfonso había ejercido un sinfín de profesiones e incluso había sido batería de jazz y torero; también pintaba, pero lo consideraba una actividad entre muchas y aún estaba lejos de considerarse pintor. Para cuando apareció Zóbel, Alfonso solo tenía dos cuadros acabados y seguía en sus trece respecto a hablar de lo que fuera menos de pintura. A Zóbel le gustaron y le preguntó cuánto pedía. Alfonso, pensando que la pregunta abarcaba todo el lote, dijo que cinco mil. Zóbel, mundano y muy avezado en esos menesteres, entendió que cifra tan moderada necesariamente iba referida a cada uno de los cuadros por separado, de manera que, para sorpresa del pintor, indicó a su chófer que extendiera un talón por valor de diez mil pesetas. Por cierto: ahora caigo que Zóbel se desplazaba siempre en coche y con chófer, información que pone en entredicho lo que he indicado más arriba: que se pateó unas cuantas veces las cuestas toledanas al intentar colocar en aquella ciudad su colección. Puede que no fuera así, pero qué duda cabe que el caminar esforzado y a pie se aviene mejor con la épica que el hacerlo en coche. Porque la épica es el género que mejor define la variopinta actividad y el denodado esfuerzo de Fernando Zóbel como mecenas, ideólogo y factótum decisivo en los años previos a la apertura del Museo de Arte Abstracto Español.
El “proyecto Toledo” hizo aguas. Allí no se le hizo a Zóbel ningún caso. En principio, no tenían interés alguno en aquella colección de espantajos y trastos que les querían colar como “arte último”; ahora bien, si hay pasta larga de por medio siempre se puede hacer de tripas corazón. Al parecer, la ciudad llegó a ofrecer alguna casona o palacete a un precio prohibitivo. Es entonces cuando Zóbel reencuentra al providencial Gustavo Torner, artista conquense con el que había coincidido en la Bienal de Venecia del 62. Y Torner, como recoge la historia, sugiere que quizá Cuenca sea la ciudad que va buscando. Es más, le habla de las Casas Colgadas, unas dependencias destartaladas cuyos balconajes típicos y voladizos de teja se asoman al abismo sobre el río Huécar. El ayuntamiento las está remodelando sin saber aún qué empleo les va a dar. La leyenda dice que Zóbel se dejó caer por Cuenca el 14 y 15 de junio de 1963, y que acompañado por, entre otros, Torner, Antonio Lorenzo y la galerista Juana Mordó, fueron a echar un primer vistazo a las Casas Colgadas, no daban con quien tenía la llave, se hacía tarde y entraron a gatas por una brecha que daba a la calle.
Es tanta la densidad épica de aquella hora, que se hace imprescindible una frase lapidaria que cerrara la visita y que, a la manera del “Habemus Papam” o el “Houston, tenemos un problema”, pusiera un broche verbal de categoría, de esos que aguantan la usura del tiempo y pasan al acervo común. Plenamente convencido a primera vista de que aquél era el sitio, Zóbel lo verbalizó tal que así: “Esto es lo que yo andaba buscando”.
El resto es historia de la que ha de ir siempre en mayúsculas, porque lo que recoge es, ni más ni menos, que el momento en que el arte contemporáneo se asienta con garantías en España y abre sede por todo lo alto. Después de tres años de trabajos de remodelación y acondicionamiento de las dependencias de las Casas Colgadas para espacio expositivo, el 30 de junio de 1966 por la tarde se inauguraba en Cuenca el Museo de Arte Abstracto Español. Al día siguiente por la mañana hubo una recepción para artistas, galeristas y gente del ramo. Ha quedado una foto de ese evento que se ha hecho mítica, la hizo Fernando Nuño. En ella aparecen buena parte de los artistas representados en el museo vestidos para la ocasión y de tiros largos. Tocado con pañuelo de fantasía que asoma del bolsillo alto de la americana, Manolo Millares está impecable. Y en el centro de la imagen, adonde apuntan todas las líneas de fuga, la galerista Juana Mordó apoyada en la balaustrada como una sibila debutante que no sabe qué hacer con sus manos.
Aunque de todo eso hace ya bastantes años, el “sistema del arte”, como lo llamaría Achille Bonito Oliva, funcionaba poco más o menos como ahora, de manera que lo que ocurría en provincias no era nada y apenas tenía significación hasta que no se reconocía en la metrópoli. La inminente apertura del Museo de Arte Abstracto Español apareció en el New York Herald Tribune y en The New York Times meses antes de que tuviese lugar (Zóbel se había educado en Harvard y tenía contactos). No estaba nada mal para empezar, pero habría más. El auténtico espaldarazo y visto bueno que franqueaba el ascenso de aquel museo de provincias al reducido empíreo de las instituciones museísticas selectas llegó en 1967 de la mano del Papa Alfred Barr Jr., director del MoMA de Nueva York, que visitó el museo de Cuenca y lo definió como “el más bello pequeño museo del mundo”. Era una bendición Urbi et orbi en toda regla. Y de ahí al cielo.
Hay otra foto no tan conocida, de Jaime Blassi, en la que se ve a unos críos agolparse con curiosidad en la puerta del museo recién inaugurado. Aunque yo no aparezco, perfectamente podría haber estado ahí. Tendría por entonces la edad de esos niños, unos siete años, y aunque no vivía en la zona del museo, sino en Tiradores Bajos, tenía amigos por toda la ciudad. Iba a las Escuelas Aguirre, y andaba de juegos y callejeo por donde se terciara. También por la parte vieja de Cuenca, la zona alta por donde queda el museo, de cuya existencia no supe hasta bastantes años después. Lo que sí recuerdo como profunda experiencia iniciática, imborrable, es haberlo visitado por primera vez en agosto de 1978, poco antes de que se inaugurase la primera ampliación, que añadía a la colección inicial obra de las sucesivas oleadas de abstractos que habían llegado después, cuando el “arte último” estaba ya en España plenamente aceptado, había sido homologado, bendecido y estaba a punto de ser entronizado: faltaban apenas cuatro años para el despegue de la feria ARCO y de la inevitable irrupción del arte a granel, del artista estrella y del joven creador de usar y tirar. De la inauguración de aquella ampliación también ha quedado foto oficial, de Luís Pérez Mínguez, pero no tiene el estatuto mítico de la del año 66 ni la gente que aparece va tan elegante. Todo es “casual wear”, ropa informal y tabardo de artista atormentado. Apenas se ven un par de corbatas. Se salva del hundimiento Soledad Sevilla, que va de capa y fular. Aunque no todas, también en este caso hay líneas de fuga que apuntan a una galerista. La influyente Juana de Aizpuru, con melena crepada en el centro de la foto.
Antes de ser remodelados como dependencias del Museo de Arte Abstracto Español, los comedores, zaguanes, alcobas, retretes, leñeras, alacenas y demás estancias que se sacrificaron para abrir las salas de exposición formaban parte de un conjunto de tres viviendas habitadas ya en el siglo XV. La remodelación fue respetuosa con la estructura original del inmueble y se llevó con acierto. Se ganó espacio sin borrar la personalidad del inmueble, procurando que el espíritu del hogar se quedara. Las Casas Colgadas pasaron a ser museo sin dejar de ser casas, hogar. Más que una colección, lo que se instaló allí fue una familia de obras de arte. No es que estén allí como en su casa, sino que aquella es su casa. Y lo que deja en evidencia esta exposición en La Pedrera de Barcelona es que esas obras no se ven en ningún sitio como en su casa.